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jueves, 13 de septiembre de 2012

Dulce hogar

Habíamos alquilado un estudio adorable en una planta baja de la calle Treinta Este, al otro lado de un comedor de beneficencia monísimo, y a poca distancia de una clínica ideal de metadona para pacientes externos que estaba en nuestra misma calle. Por la noche nos dormíamos con los poco melodiosos sonidos de los indigentes que hurgaban en la basura que había justo delante de nuestra ventana, con los gritos que les lanzaba nuestro casero, y con el ruido de las botellas de cristal que les arrojaba por la ventana para ahuyentarlos. Pronto nos sumíamos en el sueño, mientras delante de nuestra ventana, los adictos a la heroína y los pacientes del psiquiátrico recogían tranquilamente los trozos más grandes y más afilados de los cristales rotos que había en las escaleras de la entrada.
—Buenas noches, cariño, decía Orli.
—Buenas noches, amor, decía yo.
—Por la mañana voy a rajar a ese maricón hijo de puta, decía un adicto a la heroína.
[...] Intenté ver el lado bueno. Sí, había un tío cagando en las escaleras de la entrada. Pero estaba cerca del trabajo.
[...] Manhattan era un lugar frío, muerto y lleno de psicóticos: psicóticos vestidos con bolsas de basura que vivían en los carritos de la compra; psicóticos con trajes y corbatas elegantes que trabajaban veinte horas al día en empleos que despreciaban; psicóticos que se paseaban como si rodaran una película, posando y pavoneándose como si estuvieran rodeados de paparazzi y equipos de rodaje imaginarios. Prefería a los indigentes que reprendían a su madre imaginaria; al menos ese impulso lo entendía.
[...] Unas semanas más tarde, el edificio que había junto al nuestro apareció en la portada del New York Post. Éste era el titular: AQUÍ SE VENDE CRACK.
«Y Abraham empacó sus cuatro chorradas y se mudó al Upper East Side.»
Auslander, S., Lamentaciones de un prepucio, 2010, Blackie Books, [s.l.], pp. 247-249

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