Páginas

jueves, 13 de septiembre de 2012

Pornografía fundida

Una vez te pones a quemar pornografía, es casi imposible parar. Contrico, había estado quemando revistas pornográficas desde que estaba en sexto, pero cuando cumplí los catorce años y pasé a la yeshiva de secundaria ubicada a 139 manzanas de Times Square, el ritmo de quema de pornografía aumentó drásticamente.
El apetito de Dios por ponerme a prueba era tan insaciable como mi afán de no pasar ninguna, y sus planes a menudo eran sorprendentemente complejos. El 25 de mayo de 1961, por ejemplo, hizo que Steven Hirsch naciera en Cleveland, Ohio. Un año más tarde, en 1962, una chica llamada Ginger Allen nace en Rockford, illinois, y cuatro años más tarde, en 1966, Melissa Bardizbanian nace en Pasadena, California. Una década después, en 1977, los padres de Steven se trasladan al valle de San Fernando, justo al lado de Los Ángeles, donde su padre funda una empresa de vídeos para adultos. Cuatro años más tarde, Dios hace que el abuelo de Ginger Allen se ponga enfermo y ella vaya a California a visitarlo, donde decide quedarse. Ginger contesta a un anuncio donde piden modelos, y rápidamente recibe una oferta para posar para la revista Penthouse. Ahora estamos en 1983. En Pasadena, Melissa Bardizbanian se fuga de casa de sus padres, y en el valle de San Fernando, Steven Hirsch vende vídeos para adultos para una empresa llamada CalVista, donde Dios hace que conozca a un hombre llamado David James. Un año más tarde, en 1984, Steven y David fundan una empresa llamada Vivid Video, y firman un contrato en exclusiva con Ginger Allen, que ahora se llama Ginger Lynn. Melissa se cambia de nombre por el de Christy Canyon, y yo empiezo mi secundaria en la yeshiva del norte de Manhattan, mientras Christy y Ginger ruedan una película para Vivid titulada La noche que nos amamos peligrosamente. Yo cojo el Expreso de la Octava hasta Times Square, espero a que el tráfico de peatones afloje un poco, me meto en Peeplan, en la Cuarenta y Dos entre Broadway y la Sexta Avenida, y descubro el vídeo en la estantería de novedades, que siempre llevan un descuento del treinta por ciento. Lo cojo, lo dejo. Salgo, regreso. En lo alto, Dios va deslizándose hasta el borde de Su asiento y mira hacia abajo, los codos apoyados en las rodillas, el mando a distancia en la mano, el pulgar rozando la tecla de MATAR.
No tardé en tener que más cosas que quemar, aparte de las revistas. Quemé libros, cintas de vídeo, juguetes sexuales, y las camisetas sucias que todo eso había echado a perder. Quemé plástico, goma y látex. Quemé vaginas, bocas y culos. No todos ardieron fácilmente; la silicona había que enterrarla. La Boca Vibradora Vanessa del Río necesitó medio bote de gasolina de mechero para encenderse, pero al final lo hizo, ennegreciéndose como mi alma, y el humo ascendió a los cielos mientras los labios rojos de Vanessa se ablandaban y se retorcían en una mueca dolorida e infernal que al final se derritió formando un charco marrón oscuro de plástico ya no titilante. Todo lo que quedó de mi pecado fue el pequeño vibrador metálico, colocado bochornosamente sobre el suelo, sin que nadie alcanzara con él ningún frenético éxtasis.
Auslander, S., Lamentaciones de un prepucio, 2010, Blackie Books, [s.l.], pp. 239-240

No hay comentarios:

Publicar un comentario