Quisiera contar aquí cómo nos conocimos mi ex mujer y yo.Padial, C., 2010, Dinero Gratis, Libros del silencio, Barcelona, pp. 59-64
Ella estaba en un bar, y yo estaba en otro, a varios kilómetros de allí.
Pasaron varios días y todo siguió igual: ella en su bar y yo en el mío.
Más tarde, ella entró en mi bar y yo en el suyo, y vuelta a empezar.
Pasaron dos meses, y un día coincidimos en un tercer bar, pero no tuvimos ocasión de conocernos. Ella estaba con su novio y yo estaba con mi pareja, que por aquel entonces era... Bueno, no importa.
Una noche, algún tiempo después, ella se me acercó y me dijo:
—¿Quieres venir a mi casa?
Y yo le respondí:
—Por supuesto.
En aquel momento ni ella ni yo teníamos ningún compromiso con nadie, así que fui a su casa. Nada más entrar, me llevó a su dormitorio y me pidió que le hiciera la cama. Yo estaba un poco nervioso. Era la primera vez que le hacía la cama a una mujer, pero creo que estuve bien. Bastante bien, incluso, si tenemos en cuenta que era la primera vez. Era una mujer muy ordenada. Nunca he vuelto a conocer a otra igual. Cuando acabé de hacer la cama, me pidió que le limpiara el cuarto de baño, y cuando acabé con el cuarto de baño me pidió que le fregara los platos.
—Soy insaciable —me reconoció más tarde—. Necesito que todo esté muy limpio. De lo contrario, me siento insatisfecha. La mayoría de los hombres no aguantan demasiado. Te friegan los platos un día y se acabó. Yo busco a un hombre que sea capaz de fregar el suelo de arriba abajo todos los días. ¿Me entiendes?
—Claro que sí —le respondí, tragando saliva.
Antes de que pudiera darme cuenta ya estaba instalado en su apartamento, viviendo con ella. Nos casamos en septiembre de aquel mismo año. Fue una época salvaje. Limpiábamos a todas horas. Pintamos la casa un par de veces. Desinfectamos la cocina. Lo limpiábamos todo, y lo limpiábamos juntos.
Pero nuestro deseo de limpieza hizo que su piso pronto se nos quedara pequeño, por lo que nos mudamos a otro más grande, antiguo y con goteras. Las paredes se caían a trozos. Las tuberías y los desagües no funcionaban. La casa olía a meados y tabaco.
—Es perfecto —dijo ella, conteniendo la excitación—. Éste será nuestro nidito de polvo y suciedad. Limpiaremos hasta caer rendidos.
—¿No crees que está demasiado sucio? —le pregunté.
Empezaba a estar un poco asustado. Nuestra fijación por limpiar empezaba a rayas en lo perverso. Aparte de las extenuantes sesiones de limpieza salvaje, nuestra relación matrimonial era nula, inexistente. Casi no nos conocíamos.
—No hablamos nunca —le dije un día, ya instalados en el nuevo y cochambroso apartamento—. Si te viera por la calle sin el delantal y los guantes de látex, creo que no te reconocería. Cuando estamos juntos, sólo hablamos de productos de limpieza.
—Déjate de tonterías y centrémonos en lo importante —me dijo—. Entre estos dos limpiacristales, ¿tú cuál crees que es el mejor?
Nunca pensé que llegaría a decirlo, pero estaba harto de limpiar. Hasta entonces, siempre había creído que un hombre joven y sano como yo disponía de unas ganas de limpiar ilimitadas, pero ahora me doy cuenta de que todo tiene un límite, y aquella mujer lo había sobrepasado hacía mucho tiempo. Verla de rodillas, a cuatro patas, fregando el suelo con una esponja, frotando como una loca, llegó a darme miedo. UNo no puede estar todo el día pensando en lo mismo. La vida se compone de otras cosas aparte de la limpieza extrama y sin límites. A veces, hay que apartar la bayeta y salir a la calle a respirar un poco de aire fresco sin olor a lavanda. Vivíamos recluidos, con las persianas bajadas, esclavizados por nuestra pasión secreta: había que dejar la casa limpia como una patena, como los chorros del oro. Y luego había que volver a limpiarla. Y luego había que mantenerla limpia, y así indefinidamente...
En fin, que acabé exhausto.
Me dolían las caderas de tanto fregar, y llegó un punto en el que tenía agujetas de mover los muebles de aquí para allá en busca de una mota de polvo. Por su culpa, nuestra relación había entrado en una fase autodestructiva. Había que hacer algo. Y lo hice. Ya lo creo que lo hice. Menudo soy yo. Dejé de limpiar. Colgué la fregona y me puse a hacer otras cosas, como por ejemplo estudiar una carrera universitaria. Escogí estudiar psiquiatría, y una tarde, durante una clase de psicopatología, me enteré de que lo que le pasaba a mi mujer tenía un nombre muy concreto. Al oírlo, salté de mi asiento con los pelos de punta, salí de clase con la excusa de que estaba enfermo y corrí hacia casa. Tenía que ayudarla antes de que fuera demasiado tarde.
Abrí la puerta y enseguida percibí algo extraño en el ambiente, como una especie de olor a limpio muy sospechoso.
«Huele a limón salvaje», pensé, cerrando la puerta con cuidado.
Entré en el dormitorio y vi a un desconocido, joven, de unos diecinueve años, haciendo la cama vestido con mi delantal. Nuestra cama... Mi delantal... Al fondo del cuarto estaba mi mujer, en pleno éxtasis, dirigiendo la operación e indicándole al chico lo que tenía que hacer:
—Así, muy bien... —decía—. Estira bien la sábana de abajo...
—Esto no es lo que parece —dijo el chico al verme, asustado—. Le aseguro que no tengo ninguna intención de hacerle la cama.
—Lárgate de aquí —le dije, señalándole la puerta con el pulgar, y el chico se marchó corriendo—. ¿Y a ti qué te pasa? —le pregunté a ella—. ¿A qué viene esto?
—Tú ya no limpias como antes —me respondió—. Mira esta esquina. Mira el suelo. Está lleno de polvo...
Después de aquello nos divorciamos enseguida, pero a menudo me acuerdo de ella. Ahora vivo en un apartamento desordenado, con una mujer que no limpia nunca. En contra de lo que muchos puedan pensar, no echo de menos aquella vorágine de limpieza. Casi me parece agradable el haberme liberado de aquella tiranía constante. Como ya he dicho antes, durante un tiempo estuve convencido de que la limpieza era lo único que valía la pena —de hecho, todos los jóvenes piensan igual—, pero hoy, como licenciado en psiquiatría, puedo asegurar que la está llena de cosas interesantes.
La suciedad puede enseñarnos muchas cosas.
Es cierto. Confieso que a mi actual mujer y a mí nos gusta la suciedad, pero eso no quiere decir que seamos unos guarros. Al contrario. Una vez a la semana, normalmente los sábados, ponemos un disco de Marvin Gaye y limpiamos la casa como si fuéramos dos jovenzuelos. Y creedme: todavía puedo fregar los platos mejor que muchos chicos de diecinueve años.
domingo, 19 de agosto de 2012
Higiene
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