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jueves, 16 de agosto de 2012

El síndrome del juguete de guerra

El «síndrome del juguete de guerra» era otra de esas teorías, conceptos, ideas ingeniosas que Daniel y Eduardo armaban mediante el cruce obsesivo de mails. Habían delimitado perfectamente las fronteras de este particular cliché intelectual, por lo que, a menudo, lo usaban sin mayores explicaciones.
Según vi en el mail definitivo del debate [...] el «síndrome del juguete de guerra» hacía referencia al modo en el que algunas ideas cuajan entre las generaciones más jóvenes, que las aceptan no por su contenido específico, sino por el storytelling, como decimos en publicidad.
En palabras de Eduardo, que de storytelling no parecía saber mucho, los medios venden «una idea de inteligencia inmediata» y «soberanamente simple» cuya asunción por parte del receptor va acompañada de una «inusitada sensación de pertenencia a una avanzadilla sociopolítica», para concluir en «un grupo de pesados que piden el carril bici porque se han comprado una bici justamente para pedirlo, no para usarla».
La terminología empleada venía de una aportación de Daniel. [L]a primera vez que él sintió el «síndrome» fue cuando vio por televisión, y luego en prensa, a un conjunto de personas opinar en contra de los juguetes bélicos. Nada de pistolas de plástico, decían, ni de ametralladoras de madera; nada de Risk, nada de videojuegos de destripar zombis ni de volar cosas por los aires. Este entretenimiento infantil y juvenil, tradicional en los varoncitos, debía ser vetado por los adultos responsables, sabedores del perjuicio a largo plazo que familiarizar a sus hijos con instrumentos del mal y de la muerte podría traer a sus pacíficos hogares. Si un niño disparaba agua un día sobre su amiguito, al cabo de los años le estaría metiendo una bala en la cabeza. Así pensaban.
Daniel comentaba en los mails el efecto inmediato que ese discurso había provocado en su cerebro, el modo en el que se convirtió, sin darse cuenta, en proselitista de aquella idea «soberanamente simple, en efecto». Dio la paliza a su padre para que no le comprara más juguetes de guerra, y le sermoneó por todas esas escopetas de mentira que había puesto en sus manos durante años. Tiró todo su ajuar de pistolero a la basura: Resident Evil 1 encima de Resident Evil 2 encima de Resident Evil 3. Después salió a la calle y fue adoctrinando a todos sus amigos. A algunos consiguió convencerlos de hacer un mundo mejor, un mundo sin pistolas de agua. Otros se resistieron y pasaron a ser considerados inmediatamente por Daniel como «inferiores a mí». «Además —comentaba con sorna—, esta idea de no promover los juguetes que tuvieran que ver con prácticas agresivas me hizo ligar un montón. A las chicas les encantaba».
El «síndrome del juguete de guerra» sirvió para explicar el éxito y «la nula efectividad» de numerosas modas progresivas posteriores. Desde la famosa «capa de ozono» hasta el célebre «cambio climático», pasando por «un mundo sin ejércitos», «carril bici», «libros para Guatemala», «comida para Etiopía» o «ropa para Ecuador». Todas eran campañas simbólicas, simulaciones a medio camino entre el sentimiento de culpa y el sentimiento de «distinción», que no aportaban nada a la labor de mejorar el mundo, y que sólo servían (hablaba Eduardo) «para que un montón de jetas recién salidos de Administración y Dirección de Empresas hiciera su agosto con la tontería de moda».
Olmos, A., Ejército enemigo, 2011, Random House Mondadori, Barberà del Vallès, pp. 130-131

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